Hace un tiempo escribí un “Elogio de la novia”
Allí, quizás involuntariamente, me referí a la primera novia.
En el prólogo de “El principito” su autor señala que todos hemos sido niños alguna vez, pero pocos lo recuerdan. Parafraseando, diría que todos hemos tenido una primera novia (o, para ser más general, un primer amor) y, algunos, siempre la recordaremos.
Como olvidar a esa novia juvenil que nos hizo sentir por primera vez que el cielo en la tierra era posible.
Novia adolescente con quien compartimos la aventura del primer beso.
Novia cuyo rostro nos quedó grabado en la retina cuando nos fuimos a dormir después de la magia de aquel “sí”
Novia cuyo nombre hemos escrito en las volátiles arenas de la playa desierta. Nombre con quienes nos entrelazamos dentro de aquellos corazones dibujados en los cuadernos y sobre los pupitres.
Tal vez sea cierto aquello de que la felicidad no requiere explicación. Por eso no quisiera desentrañar el misterio de la primera novia. En cambio, solo me basta recordarla con alegría.
Algunos suelen recordar ese primer amor pensando y diciendo que “eran cosas de chicos”. En mi caso agregaría: “Cuerpos de niños con corazones de grandes”
Algunos piensan que recordamos a aquella primera novia ante la aridez del presente sentimental. Quizás el filósofo Sartre acierte al sostener que el amor es la única emoción capaz de atarnos plenamente al presente. De modo que ante un presente desolado los ecos de aquella novia se nos aparecen amplificados. Puede ser, pero resulta insuficiente para explicar el misterio.
A veces me concentro en aquella imagen. Cierro los ojos y simplemente la veo. Su sonrisa plena, su rubor, su infinita dulzura. La mejor postal de la felicidad.
Entonces siento que en algún intersticio de la memoria solo existe un eterno presente atado a tu nombre.
Alguna fue intensamente feliz. Fue cuando tuve primera novia. Y no me olvido.
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