miércoles, 29 de agosto de 2012

El viajero interior


La instructora lo invita a recostarse. Lo cubre con una manta. Tapa sus ojos con un pañuelo. La música celta invita a relajar el cuerpo. Y el alma.
El viajero comienza a sentir algo que semeja a una danza de vibraciones. Como si su cuerpo fuera una caja de resonancias.
En ese momento siente un cierto deleite que asoma sobre la experiencia siempre anónima contra ese fondo abovedado que emerge al cerrar los ojos.
En algún momento el viajero comienza a dormitar. Se percata de eso debido una intensa e involuntaria exhalación de aire.
Entonces piensa (le gusta pensar) que en esa bocanada despide parte de los pesares que lo atormentan.
La respiración profunda y angustiosa acompaña esa idea. Le gusta pensar que cada exhalación es la expiación de una vieja angustia contenida. Aunque quisiera, no alcanza a llorar.
Piensa ahora que dentro de él existe un ser que lo atormenta desde épocas remotas. Una especie de alter ego que entonces habría que exorcizar. Recuerda la película “El exorcista”, pero enseguida advierte que la concepción de estar poseído por un demonio no caza con las disciplinas espirituales. Pero igual se ilusiona pensando en la idea de que eso es posible. Matar a ese demonio interior para liberarse y comenzar a ser.
La música celta sigue penetrando la atmósfera. Mientras el viajero continúa esa extraña excursión que amalgama sensaciones, sentimientos y pensamientos.
Como si la metáfora de las capas concéntricas del ser fuera cierta, de pronto advierte que ha llegado a un estrato más profundo y primitivo.  Entonces siente y piensa que el fondo de su angustia es realmente el horror de la vida. Se siente como un niño frágil y huérfano habitado por la lucidez de quien ha decidido dejar de auto-engañarse. Siente de cerca la fría daga de la angustia del existir.
Una extraña certeza le hace comprender la dimensión de su infierno. Infierno que es la sombra que lo ha perseguido desde tiempos inmemoriales. Infierno que la música celta ya no puede deshacer.
Viajero de las tinieblas perdido en los extraños laberintos del alma.

domingo, 20 de mayo de 2012

El "involuntario" escriba borgiano. Elogio de Jorge Luis Borges


“El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.”
Jorge Luis Borges. Nueva refutación del tiempo

Para quienes carecemos del don de la escritura excelsa, escribir es apenas balbucear palabras. Garabatos de niño hechos con letras.
Y en ese balbuceo pretendidamente original, además de las voces de nuestro alma se nos cuelan inadvertidamente o no las palabras de otros.
Un día descubrí con claridad que me resultaba imposible escribir sin intentar copiar secretamente a Borges.
Ciertas expresiones, ciertas estructuras gramaticales, algunas palabras y, fundamentalmente, similares recurrencias sobre el tiempo y la existencia.
Las caminatas por las calles desoladas del incipiente invierno siempre resultan ocasión propicia para el ejercicio del pensamiento.  Así, en mi ronda nocturna de anoche, se me impuso pensar sobre el paso del tiempo. El tiempo inexorable del río de Heráclito. El tiempo cruel que es una daga en el centro del alma. El tiempo que se consume y es la medida de mi angustia.
Y no pude sino volver a recordar el pasaje borgiano que encabeza este escrito.
 “Nueva refutación del tiempo”, acaso el texto más complejo de Borges, es un ensayo paradójico (como dijera el propio Borges, su mismo título es una especie de ironía)
Allí, con exquisitos argumentos filosóficos, el autor nos invita a intuir que el tiempo, al igual que el mundo, es una ilusión. Pero, hacia el final, nos revela que tantas disquisiciones son apenas “desesperaciones aparentes y consuelos secretos”, porque el “mundo es espantosamente real” y el desagraciadamente es Borges.
En aquella caminata sin destino, pensé también en mi imposibilidad de creer sinceramente aquello de que el tiempo sea una especie de bendición porque nos asegura el cambio. Para muchas personas el cambio es la gracia de la vida. Ser cada día distintos siendo idénticos resulta a muchos un regocijo para el alma. Porque si hay cambio, el mundo se transforma en una mágica caja de sorpresas.
En tal sentido, el viaje se transforma en la metáfora del existir. Quisiéramos ser permanentes viajeros, tanto del mundo como de la vida. Qué cada instante sea único, distinto, irrepetible. Que la vida sea una permanente aventura.
Pero el problema (vaya novedad!) es que la existencia en viaje implica una especie de muerte para cada momento que, como las aguas del río de Heráclito, ya no volverá. Nuestro consuelo es que esos momentos, aunque mueran como realidad, se eternicen como memoria. Tendríamos así la fortuna de habitar el presente plenamente renovado mientras conservamos viva la historia de quienes fuimos. ¿Acaso podríamos aspirar a algo más perfecto?
Entonces recordé aquellas actitudes contrapuestas de Giordano Bruno y Pascal que la exquisita pluma de Borges describe en “La esfera de Pascal”: para Bruno, la infinitud del universo fue un motivo de regocijo cósmico; para Pascal, de profunda angustia y soledad existencial.
Es irreversible. El tiempo seguirá transcurriendo. Los presentes fugaces se irán transmutando en memoria u olvido. Y esas memorias se converirán en los vestigios fantasmales de lo que alguna fue esplendor. 
A mí, como a Pascal, esa idea no me da paz.
En un maravilloso poema, Borges nos revela que Buenos Aires ya está dentro de él, porque: “(…) la ciudad, ahora, es como un plano de mis humillaciones y fracasos; desde esa puerta he visto los ocasos y ante ese mármol he aguardado en vano.”
Mientras transito por noches que anticipan inviernos desolados, me sobreviene la fantasmagoría de los recuerdos, donde se yuxtaponen la dicha y el dolor. Pienso que ese Buenos Aires que lo habitaba a Borges quizás sea un símbolo de la persistencia de la memoria.
Memoria que, como estelas de las huellas del tiempo, son la prueba de hierro de su existencia. Memoria que puede albergar ángeles o demonios.
Mientras el tiempo pasa y deja su marca, podemos ser como Giordano Bruno o como Pascal. O una mezcla de ambos.
Y mientras el tiempo pasa, en esta noche fría, la caja de sorpresas de la vida me hace ilusionar sobre aquello de que el tiempo quizás no exista. Quizás el espíritu de Borges esté  entonces vivo en los laberintos de mi mente; tanto como aquel Buenos Aires que a él  lo habitaba.
Seguramente tal ilusión hubiera merecido su descrédito, pero para mí es la mejor manera de rendir mi justo homenaje a Jorge Luis Borges.

domingo, 22 de abril de 2012

Silencio y olvido


Que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan, despiadados.
Jorge Luis Borges, “He cometido el peor de los pecados”

Las antiguas luces de los esplendores juveniles ya se van apagando.
Estoy aquí. Presintiendo mi hora.
No hay dolor. No hay remordimiento.
Sólo la inmensa paz de quienes ya no esperan.
El silencio es un suave manto que arrulla el ser.
Quisiera despojarme para siempre de la memoria.
Para ser solo olvido y vacío.
Pura libertad sin pasado, sin presente, sin futuro.
Ya los vientos azules me cubren de nieves.
Es el tiempo que me envuelve en su inexorable magia.
Adiós a las alegrías infantiles.
Adiós al amor materno que alguna vez fue.
Adiós a los perfumes alados del amor.
Adiós al brillo refulgente de la pasión.
Irme solitario por el viejo camino.
En pura paz.
En puro silencio.

jueves, 29 de marzo de 2012

Elogio de Gian Franco Pagliaro


Ayer falleció Gian Franco Pagliaro.
Quienes pertenecen a mi generación (soy del 57) seguramente lo han conocido y escuchado.
Algunos, entre quienes me encuentro, lo hemos admirado. Como poeta, como cantante, como hombre de convicciones, como loco lindo.
Tuve la suerte de verlo en vivo dos veces. La última, hacia 2004, en uno de sus tantos regresos, en el teatro Coliseo.
Gianfranco era un verdadero showman. Un tipo carismático, que sabía matizar las virtudes del narrador, el humor, la balada romántica y la canción de protesta (como le llamábamos en aquella época)
Compuso bellas canciones que quedaran en la memoria de quienes lo hemos seguido.
Quizás mereció mayor trascendencia. Quizás eso ya no interese. Quizás por aquello de que, en última instancia, el éxito y el fracaso son dos impostores.
Lo que sí importa es el recuerdo de sus canciones, para quienes las llevamos en nuestra memoria..
Mi preferida siempre fue “Todos los barcos, todos los pájaros”: “Te regalaré, mi rebelión, mi soledad, mi juventud (…)”
En aquel recital del Coliseo le escuché una canción que yo desconocía.
Antes de buscar la letra en Internet (que transcribiré abajo) quisiera hablar de mi recuerdo de esa canción que, justamente, sólo escuché aquella noche:
Trataba de la historia de un encuentro en un baile. Quizás fuera una noche de verano. Quizás hubiera una luna clara recostada sobre el fondo de un cielo estrellado. El protagonista masculino se daba cuenta que la magia del amor se había presentado en el rostro de una muchacha joven de ojos claros. Y se daba cuenta de que esa magia, así, tal como se presentaba, sería sólo esa noche. No habría otra noche.
No recuerdo un final definido. Sólo esa tensión oscilante entre la felicidad y la angustia que se siente cuándo se intuye profundamente que algo del orden de la maravilla sólo podrá darse en un único momento.
Quizás en nuestras vidas alguna vez hemos dejamos pasar esa noche en que habríamos conocido el sabor del cielo. Quizás alguna vez en nuestras vidas nos animamos a saborear ese dulzor del cielo. Y quizás fue sólo esa noche. Quizás no hubo otra.
Gianfranco querido: ya no podremos volver a verte. Pero me da paz saber que aquella noche única del Coliseo escuché esa canción que me quedó para siempre en el recuerdo. Como tu pinta de tano cantautor, loco lindo, eterno baladista del amor.


MIRA QUE LUNA, MIRA QUE CIELO
(Gian Franco Pagliaro)
Mira que luna, mira que cielo
Es una pena que te vayas esta noche
Es una pena, cuanto lo siento
No habrá otra luna, tan hermosa, ni otro cielo
No habrá otra luna, ni otro cielo
No habrá otra noche, tan perfecta para amarnos
Habrá tan solo, algún recuerdo
Que se perderá en el tiempo
Bajo otra luna, bajo otro cielo

Mira que luna, mira que cielo
Es una noche, para no dejarse nunca
Pero me dejas, que desencuentro
Con esta luna, te amaría hasta el cielo

Mira que luna, mira que cielo
Es una pena, que te vayas esta noche
Es una pena, porque te quiero
Y sé que no habrá en mi vida
La misma luna, ni el mismo cielo

Es una pena, porque te quiero
Y sé que no habrá en mi vida
La misma luna, ni el mismo cielo
Mira que luna, mira que cielo
Mira que luna, mira que cielo

miércoles, 14 de marzo de 2012

Encuentros en silencio

A veces dos pieles se encuentran sobre el mar de un insondable silencio.
A veces, en esos únicos e inexplicables momentos, se intuye que la vida encierra una mística que nace del misterio para manisfestarse en fugaces momentos que endulzan los corazones...
Felices quienes aún pueden intuir la maravilla del encuentro.
Felices quienes saben que el silencio puede también ser la música más suave del alma.

Sobre el amor

El amor es esa inesperada magia, esa súbita transformación del mundo, que de pronto encontramos cuando ya habíamos emprendido el regreso; cuando ya no esperábamos nada....

El interior de las cosas, el interior del alma

Vemos la fachada de las cosas. Pero su interior yace vedado.
Develando el interior de la materia, creemos que podemos penetrar el misterio.
Pero la moderna física nos sumerge en un caos de conjeturas que desafían nuestras categorías mentales.
Vemos los cuerpos de las personas. Sentimos que las miradas nos abren las puertas de sus almas. Quisiéramos sentir que es así, pero secretamente sabemos que ese es otro misterio que nos está vedado.
Mirar las almas como si traspasara una ventana. Como si existiera algún mágico umbral a sortear para acceder a una esencia oculta.
Extraña quimera de aprendices cósmicos.

Volar bajito

Un señor con gesto extraviado me para en la calle para pedirme unas monedas.
Sus ojos transmiten la tristeza de quien ha perdido sus ilusiones hace tiempo.
Luego de agradecerme por mi insuficiente ayuda me dice:
“Sabe amigo, yo siempre tengo el mismo sueño desde que era joven. Sueño que vuelo, pero nunca termino de subir adonde quiero. Siempre vuelo bajito, muy bajito. Hay unos pájaros que alcanzan altura y yo quisiera llegar hasta ahí, pero por más que me esfuerzo, no puedo”
Quizás la vida de una persona puede sintetizarse en una metáfora.
Quizás haya metáforas tan obvias que entenderlas como tales sea un exceso.
El señor se fue caminando lentamente. Su cuerpo estaba encorvado.
No pude dejar de pensar que la vida ha sido cruel con tantas personas.
En algún lugar de la ciudad alguien camina detrás de una limosna.
En algún momento de la noche alguien sueña con volar alto, pero no podrá levantar vuelo.
Quizás esa misma noche alguien sueñe también con llegar a ser un dios para atemperar los dolores de las almas que vagan en pena.
Quizás algún dios real sepa que todas las variedades del dolor tiene un sentido que algún día se nos revelará.
Quizás llegará el día en que podamos por fin volar. Hasta donde nuestra liberad nos lleve.

Elogio de la primera novia

Hace un tiempo escribí un “Elogio de la novia”
Allí, quizás involuntariamente, me referí a la primera novia.
En el prólogo de “El principito” su autor señala que todos hemos sido niños alguna vez, pero pocos lo recuerdan. Parafraseando, diría que todos hemos tenido una primera novia (o, para ser más general, un primer amor) y, algunos, siempre la recordaremos.
Como olvidar a esa novia juvenil que nos hizo sentir por primera vez que el cielo en la tierra era posible.
Novia adolescente con quien compartimos la aventura del primer beso.
Novia cuyo rostro nos quedó grabado en la retina cuando nos fuimos a dormir después de la magia de aquel “sí”
Novia cuyo nombre hemos escrito en las volátiles arenas de la playa desierta. Nombre con quienes nos entrelazamos dentro de aquellos corazones dibujados en los cuadernos y sobre los pupitres.
Tal vez sea cierto aquello de que la felicidad no requiere explicación. Por eso no quisiera desentrañar el misterio de la primera novia. En cambio, solo me basta recordarla con alegría.
Algunos suelen recordar ese primer amor pensando y diciendo que “eran cosas de chicos”. En mi caso agregaría: “Cuerpos de niños con corazones de grandes”
Algunos piensan que recordamos a aquella primera novia ante la aridez del presente sentimental. Quizás el filósofo Sartre acierte al sostener que el amor es la única emoción capaz de atarnos plenamente al presente. De modo que ante un presente desolado los ecos de aquella novia se nos aparecen amplificados. Puede ser, pero resulta insuficiente para explicar el misterio.
A veces me concentro en aquella imagen. Cierro los ojos y simplemente la veo. Su sonrisa plena, su rubor, su infinita dulzura. La mejor postal de la felicidad.
Entonces siento que en algún intersticio de la memoria solo existe un eterno presente atado a tu nombre.
Alguna fue intensamente feliz. Fue cuando tuve primera novia. Y no me olvido.

Palpitares del alma

Burbujas, aire, viento volátil.
Apenas un soplo de tiempo.
Brillo de azules.
Mares de la nostalgia.
Cavidades huecas.
Vacío suave.
Lento deslizarse por senderos de luz.
Palpitares del alma.
Hay una paz que todo lo llena.
Mientras nos adentramos en los confines del sentimiento.
Bordes que son cobijo.
Intersticios de lejanas pasiones.
Hechizo de luna.
Palabras que bordean abismos.
Dibujos de ángeles enhebrados de bien.
Plenitud de las miradas.
Silencios infantiles.
Todos es armonía.
Hay un lugar donde no mora la angustia.
Hay una revelación que curará las almas.
Todo espacio tiene su anverso.
Del otro lado caerán las máscaras.
Un día recordaremos aquella música.
Y por fin develaremos el secreto que alguna vez escondimos.

Aquellas cartas amarillas – Elogio de una vieja canción de Nino Bravo


Cartas amarillas es una bella y triste canción de Nino Bravo.
Tal vez represente la quintaesencia de la balada melancólica. Porque toca las notas y los símbolos del amor perdido y ausente
Alguien que siente que su luz se ha apagado y que en una playa del olvido evoca y dibuja una imagen. Alguien que busca en viejas cartas amarillas palabras, caricias y flores que ya no están. Alguien que ensaya un gesto quizás desesperado para intentar asir lo imposible, “aferrándose a la nada”. Alguien que llama infructuosamente, pero que ya no puede ser escuchado. Alguien que, vanamente, intenta detener su juventud.
El contraste entre la playa del amor juvenil y la aridez del retorno quizás sean un arquetipo del amor perdido. Como las cartas amarillas testigos de la dicha que alguna vez nos llenó el alma.
“Y busqué entre tus cartas amarillas mil te quiero, mil caricias y una flor que entre dos hojas se durmió”

lunes, 12 de marzo de 2012

El aleph del sentimiento

El Aleph es el título de una las más fascinantes ficciones de Borges.
El aleph es un punto imposible donde está contenido el vasto universo.
Alguna vez Borges señaló que originariamente el aleph pretendía ser una metáfora de la eternidad. La eternidad como un momento que condensara todo el tiempo. O todos los tiempos.
Pienso en otra versión del aleph.
Un sentimiento que condesara todos los sentimientos vividos.
Pero como se trata de otra ficción, podemos ajustarla a nuestros deseos.
Entonces mi selectivo aleph sentimental sólo contendría emociones y sentimientos positivos.
Todas las variantes del amor feliz. Todas las alegrías que fueron y que habrían podido ser. Todos los matices del bien que es pura emoción.
Aleph de los sentimientos. Sueños de cielos.

Arena, Cielo y Angustia

Playita de mi infancia.

Verano de mis alegrías.

Brillo de soles.

Mares de espuma.

Tu rostro de niña.

Tu piel de luz.

Ángel de mis emociones.

Espejito alado.

Nombres escritos en arenas volátiles.

Amores que dejamos olvidados en la playa nocturna.

El tiempo pasó y fue tejiendo sus telarañas de miedos.

Hoy me queda el recuerdo del mar en noche de luna llena.

Y tu cuerpo adolescente dibujado sobre el reflejo del mar.

Eso paso hace ya mucho.

Antes de que se fueran destiñendo los cielos.

Antes de que el camino se bifurcara.

Antes de que existieran los muros.

Los muros. Siempre los muros.

Estar acá y ya no estar allá.

Cielos que se fueron trocando en angustias

Azules que devinieron grises.

Soles apagados.

Y estar entonces detrás de la ventana.

Eterno fugitivo de esa vida que alguna vez fue magia y fue luz.

Y que después se nos escapó sin remedio.

sábado, 10 de marzo de 2012

Los muros de la mente y la ilusión de transponerlos



Hay un sentido en que las mentes de los otros nos resultan per se inescrutables. En efecto, nadie ha emprendido el imposible viaje mental a la mente de otra persona.
Lo que sabemos de los otros se apoya en conjeturas basadas en evidencias fragmentarias, aunque nos permitan imaginar en qué estados anímicos hallan su origen. Así, los movimientos, las expresiones y las palabras son las señales tangibles de las que nos valemos para conjeturar sobre los estados mentales intangibles.
Pero además de esos límites fácticos que determinan que nuestra vida conciente sea fundamentalmente un universo privado, existen aquellos límites determinados por nuestra propia voluntad.
Sucede que nuestra relación con los otros se desarrolla en el marco de una tensión permanente entre nuestros deseos de mostrarnos y de ocultarnos.
De tal modo, el vínculo con los otros siempre resulta una síntesis entre las puertas que abrimos y las que cerramos.
Puertas, ventanas, muros y puentes intangibles constituyen metáforas alusivas a nuestra relación con los otros.
Puertas y ventanas transmiten la idea de nuestra libertad para intentar mostrarnos u ocultarnos.
En cambio la metáfora del muro alude más bien a una barrera de carácter más permanente que interponemos, quizás, más allá de nuestra voluntad. La célebre obra “The Wall” de Pink Floyd ilustra claramente las penosas vicisitudes del alma que va amurallándose paso a paso.
El paulatino proceso de construir un muro a partir de colocar ladrillo por ladrillo en una virtual pared, contribuye al dramatismo de la historia.
La historia de “The Wall” nos recuerda una de las más angustiosas experiencias existenciales: la de encerrarnos en nuestro propio mundo.
En contraposición, la metáfora del puente nos acerca la esperanza de que el encuentro con el otro resulte posible, aún más allá de las murallas.
La estructura de un universo que no creamos determinó nuestro peculiar modo de ser: almas encarnadas en cuerpos que no se revelarán en plenitud ante los otros: el misterio de quienes son los otros, consubstancial al misterio de quienes seremos para ellos.
Nos concedió también la posibilidad de abrirnos o cerrarnos, de elaborar muros e intentar derribarlos.
Pero también nos concedió la ilusión o la esperanza de forjar puentes inasibles que nos permitan tocarnos en las almas, para poder —en venturosos momentos— ser uno en el corazón de otro.
Quizás al fin y al cabo, la vida sea un perpetuo y oscilante tránsito entre la soledad y el encuentro, entre los muros y los puentes, entre ventanas que se abren y puertas que se cierran.

viernes, 9 de marzo de 2012

Romeo y Julieta y el amor imposible

Romeo y Julieta. El amor en su estado puro.
El amor ideal que no puede ser real.
El destino de una tragedia anunciada.
Como tantas otras de amor trágico, Romeo y Julieta nos muestra dos realidades contrapuestas: ese amor que nos justificaría puede imaginarse pero no realizarse.
Como se ha señalado en alguna crítica literaria, la historia representa el paradigma de los Star-crossed lovers, aquellos amantes cuyos amores ya están perdidos desde el comienzo.
Lo singular de estas tragedias es que el amor ya está sentenciado por fuerzas externas a los propios amantes. Y es esa circunstancia, ese luchar contra el mundo, lo que termina enalteciendo el sentimiento del amor.
No argumentaré aquí que la clave del amor trágico radica en la existencia de una prohibición que alimenta el deseo. Por supuesto, eso es enteramente verosímil.
En cambio, me gusta pensar que los amores imposibles son una creación necesaria para mantener la ilusión de que, en algún universo posible, nos aguarde un sentimiento que, por fin, nos justifique: el amor eterno.


El río y el amor

Eran tan jóvenes como hermosos.
El cielo del amor los había tocado con su gracia.
Se encontraron aquella tarde de sol en el puente que daba al río para repetir el antiguo ritual de los enamorados.
Sus rostros eran luminosos, acordes al sentimiento que los impulsaba.
Se miraron con infinita ternura.
Se besaron en silencio con suavidad, con los ojos cerrados.
Él, con sus propias manos, había grabado los tres anillos.
Los anillos tenían grabadas sus iniciales y la fecha.
Cada uno colocó el anillo al otro.
Luego dejaron caer las gotas de sangre sobre el ramillete de flores que llevaba ella.
Antes de arrojarlo al río, el tercero anillo coronó el ramillete, al que quedó engarzado.
El ramillete se fue perdiendo con la corriente, hasta que desapareció a lo lejos.
Ellos se fueron caminando despacio.
Él la tomaba del hombro, ella de la cintura.
Tal vez se vieron dos o tres veces más.
Los ríos de la vida los fueron consumiendo, como al anónimo ramillete.
Años después, él volvió al lugar testigo de aquella magia.
La vegetación había cubierto los pilares del puente. Pero la vista era la misma.
Durante un silencio eterno, contempló el deslizarse del agua.
Forzó su imaginación para ver la imagen de ella sobre la pantalla del río. Pero apenas pudo recobrar un contorno vago. En cambio, el deslizar del ramillete se le apreció en toda su vividez, como si el tiempo no hubiera pasado.
Nunca supo que ella también había regresado hace años.
En el lecho del río yace un anillo oxidado con las iniciales y la fecha.
Mientras, el río sigue su rito incesante.
Rito impiadoso para los corazones enamorados.

Borges y (la espantosa) esfera de Pascal

En su exquisito ensayo “La esfera de Pascal”, Borges al referir a las diversas entonaciones de una metáfora (en este caso la que sostiene que “la naturaleza es una esfera infinita cuya circunferencia está en todos lados y su centro en ninguna”), destaca el horror que invadió a Pascal ante la idea de un espacio y tiempo infinitos. Transcribo la cita:
“En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: “La naturaleza es una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”
Pienso que la idea del infinito es demasiado ambivalente para el espíritu humano.
Quizás en nuestro fuero más íntimo alberguemos una profunda vocación de infinito. No es menos cierto que pensar seriamente en lo infinito puede abrumarnos.
Necesitamos siempre una nueva puerta, pero también quisiéramos sentirnos en casa.
Necesitamos irnos del barrio para ser ciudadanos del mundo. Pero, tarde o temprano, quisiéramos volver a ese barrio.
Quizás la vida sea un permanente ir y venir entre la necesidad de huir y la de quedarnos en algún lugar. Agregar que, luego de ese hipotético regreso, quisiéramos quedarnos para siempre, es volver a caer en el horror al infinito, en este caso expresado por el tiempo. Pero tampoco nos bastaría una aventura eterna sin pensar en el añorado regreso. Al fin y al cabo, parte del sabor de la aventura es poder volver para compartirla en nuestra pequeña aldea.
Lo mismo sucede con las relaciones humanas. Ansiamos conocer gente pero, tarde o temprano necesitamos quedarnos con alguien y en alguien.
¿Qué contrapuestos son el cielo de las infinitas galaxias que maravilló a Giordano Bruno y los pequeños cielos que imaginamos junto a las personas que amamos!