“El tiempo es la sustancia de que
estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un
tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero
yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy
Borges.”
Jorge Luis
Borges. Nueva refutación del tiempo
Para quienes
carecemos del don de la escritura excelsa, escribir es apenas balbucear
palabras. Garabatos de niño hechos con letras.
Y en ese balbuceo
pretendidamente original, además de las voces de nuestro alma se nos cuelan —inadvertidamente
o no— las palabras de otros.
Un día descubrí
con claridad que me resultaba imposible escribir sin intentar copiar
secretamente a Borges.
Ciertas
expresiones, ciertas estructuras gramaticales, algunas palabras y,
fundamentalmente, similares recurrencias sobre el tiempo y la existencia.
Las caminatas
por las calles desoladas del incipiente invierno siempre resultan ocasión
propicia para el ejercicio del pensamiento. Así, en mi ronda nocturna de anoche, se me
impuso pensar sobre el paso del tiempo. El tiempo inexorable del río de
Heráclito. El tiempo cruel que es una daga en el centro del alma. El tiempo que
se consume y es la medida de mi angustia.
Y no pude
sino volver a recordar el pasaje borgiano que encabeza este escrito.
“Nueva refutación del tiempo”, acaso el texto
más complejo de Borges, es un ensayo paradójico (como dijera el propio Borges,
su mismo título es una especie de ironía)
Allí, con
exquisitos argumentos filosóficos, el autor nos invita a intuir que el tiempo,
al igual que el mundo, es una ilusión. Pero, hacia el final, nos revela que
tantas disquisiciones son apenas “desesperaciones aparentes y consuelos secretos”,
porque el “mundo es espantosamente real” y el desagraciadamente es Borges.
En aquella
caminata sin destino, pensé también en mi imposibilidad de creer sinceramente aquello
de que el tiempo sea una especie de bendición porque nos asegura el cambio. Para
muchas personas el cambio es la gracia de la vida. Ser cada día distintos
siendo idénticos resulta a muchos un regocijo para el alma. Porque si hay
cambio, el mundo se transforma en una mágica caja de sorpresas.
En tal
sentido, el viaje se transforma en la metáfora del existir. Quisiéramos ser
permanentes viajeros, tanto del mundo como de la vida. Qué cada instante sea
único, distinto, irrepetible. Que la vida sea una permanente aventura.
Pero el
problema (vaya novedad!) es que la existencia en viaje implica una especie de
muerte para cada momento que, como las aguas del río de Heráclito, ya no volverá.
Nuestro consuelo es que esos momentos, aunque mueran como realidad, se
eternicen como memoria. Tendríamos así la fortuna de habitar el presente
plenamente renovado mientras conservamos viva la historia de quienes fuimos.
¿Acaso podríamos aspirar a algo más perfecto?
Entonces
recordé aquellas actitudes contrapuestas de Giordano Bruno y Pascal que la
exquisita pluma de Borges describe en “La esfera de Pascal”: para Bruno, la infinitud
del universo fue un motivo de regocijo cósmico; para Pascal, de profunda
angustia y soledad existencial.
Es irreversible. El tiempo
seguirá transcurriendo. Los presentes fugaces se irán transmutando en memoria u
olvido. Y esas memorias se converirán en los vestigios fantasmales de lo que alguna fue esplendor.
A mí, como a Pascal, esa idea no me da paz.
En un
maravilloso poema, Borges nos revela que Buenos Aires ya está dentro de él, porque:
“(…) la ciudad, ahora, es como un plano de mis humillaciones y fracasos; desde
esa puerta he visto los ocasos y ante ese mármol he aguardado en vano.”
Mientras transito
por noches que anticipan inviernos desolados, me sobreviene la fantasmagoría de
los recuerdos, donde se yuxtaponen la dicha y el dolor. Pienso que ese Buenos Aires
que lo habitaba a Borges quizás sea un símbolo de la persistencia de la memoria.
Memoria que,
como estelas de las huellas del tiempo, son la prueba de hierro de su existencia.
Memoria que puede albergar ángeles o demonios.
Mientras el
tiempo pasa y deja su marca, podemos ser como Giordano Bruno o como Pascal. O
una mezcla de ambos.
Y mientras
el tiempo pasa, en esta noche fría, la caja de sorpresas de la vida me hace
ilusionar sobre aquello de que el tiempo quizás no exista. Quizás el espíritu de
Borges esté entonces vivo en los laberintos de mi mente; tanto como aquel Buenos
Aires que a él lo habitaba.
Seguramente
tal ilusión hubiera merecido su descrédito, pero —para mí — es la mejor manera de rendir mi
justo homenaje a Jorge Luis Borges.